Por Ingrid Storgen
Julio 2007
Muchas cosas están sucediendo luego del desastre desatado en Colombia que costó la vida a 11 diputados, prisioneros políticos de la insurgencia, y que provocó un sacudón en las entrañas del mundo que se horroriza ante cualquier crimen.
Entre esas cosas podemos mencionar el pedido de siete militares y policías en poder de la guerrilla, quienes solicitan al gobierno que evite el rescate a sangre y fuego de los prisioneros.
Uno de los peticionantes es el cabo Moncayo, quien en un video público insta a Uribe para que busque una salida al terrible drama que está viviendo desde hace 10 años, e idéntico pedido realiza el capitán de policía, Edgar Yesid Duarte, quien asegura que intentar rescates militares en las condiciones en que ellos se encuentran, es lisa y llanamente una sentencia de muerte.
De la misma manera, pide el intercambio humanitario, la hermana de otro prisionero, el intendente jefe Luis Peña Bonilla, quien lleva nueve años en poder de la insurgencia.
Es lógica la preocupación de esta gente, sobre todo luego de la declaración de guerra emitida por el propio presidente Uribe, quien no pensó en las consecuencias que podría generar, a partir de su énfasis, al decir ante el mundo que: “procederemos al rescate de los prisioneros y lo haremos a sangre y fuego”.
Y cumplió su promesa, no importa quiénes pusieran el cuerpo para ingresar en la lista de los asesinados por el odio indiscriminado que bien podría haberse evitado.
A sangre y fuego, aunque en el medio de las balas hubiera seres humanos.
Con la simpleza con que habla un inconsciente que debería saber, a estas alturas, que no es improvisado el accionar de una organización que provocó el fracaso absoluto del Plan Colombia, la Iniciativa Andina, Plan Patriota y cuanto nombre se le haya dado a la millonada de dólares que Washington invirtió en Colombia, para exterminar a las organizaciones en armas hace ya tantos años.
Ahora y cuando parecía no existir en medio de tanta sangre vertida, aparece la voz de una Iglesia que se mantuvo muda cada vez que el paramilitarismo y su socio, el ejército colombiano, ejecutara masacres en las que centenares de niños, ancianos, jóvenes, mujeres, hombres, perdieran la vida por asesinato.
De la misma manera que enmudeció cuando el Ejército Nacional ametralló desde un helicóptero al equipo periodístico que siguieron la ruta de la columna guerrillera que había apresado a los 11 diputados hoy asesinados, en la Asamblea del Valle el 12 de abril de 2002.
Y es muy bueno que al menos ahora hable, la situación pasó ya de “castaño” oscuro y las papas queman demasiado. Quien rompió el silencio fue el presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana y lo hizo diciendo que “el intercambio humanitario es un mecanismo para evitar más baños de sangre”, pero se equivoca cuando dice que la liberación de los prisioneros debe ser “un asunto humanitario y no político”.
Y se equivoca por segunda vez cuando puntualiza que la liberación debe ir más allá del despeje, cuando la exigencia de la insurgencia es precisamente el despeje.
¿Por qué tanto temor a que éste se lleve a cabo en momentos en que la vida de los detenidos pende de un hilo?
¿Por qué no simplificar las cosas y hacerlas como corresponde?
Vuelve a equivocarse cuando en un comunicado de prensa en el que exigen la entrega de los 11 cadáveres de los diputados, llama a participar en las marchas que se realizarán y que serán la continuación de la que ya se realizó, pero con tan mala fortuna que el presidente, el mismo que se niega hace años a realizar el intercambio humanitario, trató de capitalizar y salió mal parado.
Todos los colombianos, dijo monseñor Luis Castro, debemos superar el miedo de hablar, de protestar.
Pena grande que el prelado no haya dicho nada, ni siquiera haya intentado arengar para la pérdida de temor, cuando se reprimió brutalmente a los estudiantes que manifestaron en defensa de la educación pública.
Tampoco invitó a perder el miedo y salir a la calle hace pocos días, luego del brutal asesinato de Dairo Torres, coordinador de la zona humanitaria de Alto Bonito, precisamente el día 13 de julio, hecho cometido por paramilitares a escasos metros de un retén militar.
Continuó su histórico silencio cuando el asesinato de Carlos “Memo” Mario, o cuando fue detenida por el Ejército Nacional, el pasado 17 de julio, France Helena Navarro Toro, de 32 años y madre de siete menores.
Silencio sacrosanto cuando el asesinato de Mario Sereno Toscano, ocurrido el 14 de julio en la Asociación El Palmar, región con alta presencia de paramilitares, y el mismo silencio cuando el 17 de julio tropas de la Brigada Móvil 12 del Ejército, detuvieron la camioneta conducida por Ramiro Romero Bonilla a quien acompañaba Arnulfo Guerra, ambos cargados en un helicóptero militar y de quienes nada se supo hasta el momento.
Jamás habló la Iglesia, ni invitó a movilización alguna, cuando el 20 de julio Luis Carlos Angarita Rincón, de 25 años fue torturado hasta morir.
Y no levantó su voz tampoco cuando el ex vicepresidente de la República Bolivariana de Venezuela, José Vicente Rangel, alertó sobre las acciones ilegales de funcionarios de la seguridad colombiana que irrumpieron clandestinamente en la tierra vecina y a quienes se les encontraron datos de diputados, como sus teléfonos y direcciones, con el fin de desestabilizar la Revolución que hoy representa, para América del Sur, un fuerte muro de contención al más genocida de los imperios, y poniendo en peligro las relaciones fraternales entre las dos naciones.
No parecía existir la cúpula de la Iglesia cuando un grupo de militares y paramilitares llegaron a un pueblo cargando su botín: varios civiles atados, hasta que el comandante conocido como Maluco, tomó del pelo a uno de los ellos y en presencia de los otros prisioneros le clavó un cuchillo en la garganta.
Festejando su aberración y descomposició n mental, riendo, dio una lección del “arte de matar”, afirmando que eso se hace para que no puedan gritar, pero que había que tener cuidado con no cortar la yugular, porque la idea se centraba en ¡¡¡ qué sufran!!!
La Iglesia Católica Colombiana padece de una mudez parcial, que la convierte en cómplice desde el silencio, de la muerte por acciones violentas ejecutadas por los aparatos militar y paramilitar, que solamente durante el primer período presidencial de Álvaro Uribe Vélez, que abarcó los años 2002-2006, y en el cual fueron asesinados o desaparecidos por razones políticas más de 11084 personas.
Y no estamos mencionando a los desplazados, los perseguidos, los amenazados, quienes también merecían una palabra santificada que inste por el cese definitivo de las agresiones.
Es muy lamentable que para la alta jerarquía eclesiástica, el problema colombiano no esté claramente definido como problema político y se obvie la tortura que se produce de manera sistemática, organizada, con total impunidad.
Mientras los altos mandos mantengan su mutismo frente a hechos como los mencionados, éstos continuarán sucediendo y podrían ser, muchos 11 más, los que llore el pueblo colombiano.
Sin embargo no callaron, sino que actuaron en defensa, cuando el arzobispo católico Isaías Duarte, destapado por el “desmovilizado” jefe paramilitar Diego Murillo, se supo que fue uno de los seis ideólogos de los grupos de ultraderecha, relación entre cura y paramilitares que comenzó en 1988 en la región bananera de Urabá, donde tanta sangre inocente quedó abonando esa tierra que resistía los embates de las multinacionales.
Pero estaban distraídos cuando a un grupo de prisioneros de los paramilitares les colocaron hormigas en las orejas y en las fosas nasales, para luego continuar la perversidad colocándoles ají y sal en las brutales heridas. Tan distraídos como cuando encendieron hogueras con el fin de fatigar con humo al capturado, además de ejercer contra él, tortura psicológica.
Negar que en Colombia exista un terrible problema político es negar una realidad amarga, pretender tapar el sol con un dedo, omitir esta cuestión cotidiana es de alguna manera como manifestar una indolencia inaceptable y qué sólo asumiéndola como tal, puede llegarse a la solución que tanto anhela el pueblo.
La tortura que tantos pretenden minimizar, está asociada con la ejecución extrajudicial, no podemos, si somos concientes, evitar alzar la voz ante semejante atrocidad.
Y si lo hace la Iglesia, está cometiendo una terrible herejía. Tengamos en cuenta que se puede ser asesino sin disparar balas, y el premio que obtendrá por los silencios malintencionados, será siempre el repudio de quienes sin ser religiosos, no blasfemaríamos jamás el 5to. Mandamiento: No matarás…
Ingrid Storgen
Julio 2007
Pido disculpas a los compañeros y compañeras por la descripción que se hace para denunciar una de las verdades más crueles que sufre un pueblo y que mañana podría ser el pueblo de cada uno de nosotros…
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