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Silvio Rodríguez, Dr. Honoris Causa Universidad San Marcos Lima
Di Annalisa (del 28/02/2007 @ 01:45:39, in Non solo poesia, linkato 2160 volte)

silviorodriguez concierto

 

SOUNDTRACK

Unicornio

Hoy mi deber era

Por quien merece amor

Como esperando Abril

La canción debe ser siempre sincera

Palabras de Silvio Rodríguez al recibir el doctorado Honoris Causa en la
Universidad Mayor de San Marcos, en Lima.

Dr. Fernando Izquierdo Vázquez, Rector de la Universidad Mayor de San
Marcos.
Profesor Octavio Santa Cruz Urquieta.
Excelencias
Queridos hermanas y hermanos presentes y ausentes.

Recibir este honor de la Universidad Mayor de San Marcos, Decana de América,
excede cualquier reconocimiento que pudiera soñar. El hecho de que tanta
ilustración universal haya pasado por sus aulas, que este premio lo hayan
recibido cubanos como Fidel Castro, Nicolás Guillén y Eusebio Leal, y sobre
todo la certidumbre de que César Vallejo estudió aquí, me hace sentir
usurpador. Muchas veces he proclamado que el autor de “Poemas Humanos” tuvo
un efecto fundacional en mí.

Sé que, según el protocolo de estos actos, ahora me tocaría dar una clase
magistral. Pero sólo soy un cantor popular que, para colmo, siempre ha
tenido claro que practica un oficio que no suele enseñarse, una profesión
sin cátedra. Aunque esto es rigurosamente cierto, para ser más justo debería
agregar que existen al menos regiones de la vida que nos enseñan. La escuela
de un cantor puede comenzar en las tonadas con que nos duermen las abuelas y
con las melodías que escuchamos salir de la cocina mientras nuestra infancia
corretea. Son lecciones todo lo que acontece en los hogares, si es que
nacemos con la fortuna de un techo, y escuelas son las calles, las ciudades,
los dioses y los héroes que nos esperan cuando abrimos los ojos, como
queriendo sellar nuestra suerte.

Hay muchas formas de cantar y todas parecen necesarias, o al menos tienen
sus profetas. Dicen que cada manera está determinada por cierta zona de los
gustos. Pero cantar también es una lucrativa carrera y por eso es parte de
la llamada industria del entretenimiento. Uno de los fines de esta curiosa
forma de producción es fomentar y expandir una música que nos distraiga en
las horas llamadas libres. Para eso fabrican sus canciones y ritmos, que
suelen ofertar cuerpos maravillosos y rostros inolvidables.

Debo admitir que yo también admiro la simpatía y la destreza de esos cuerpos
y que mis pies, que no piensan, pueden marcar compases repetitivos.

Pero mi entendimiento rechaza la fábrica que intenta adicionarme a lo vacío.
Presto atención, sin embargo, a todo el que se toma en serio su trabajo y
trata de hacerlo bien, aún si es un asalariado de la industria del
entretenimiento. Lamento si su entorno no le permite otra forma de
supervivencia que ponerse al servicio de la compraventa.

Pero conozco a otros que han desafiado ese destino y asumen los riesgos de
su libertad. A esos que no ceden al facilismo domesticado son a los que
identifico como familia. Y es que las melodías que tarareaba mi madre, los
sones que bailé en mi juventud, los himnos que aprendí en mi adolescencia y,
en fin, la adoración a la canción en mi país, me hicieron asumir mi oficio
como necesidad, y no he tenido más remedio que cantar como una aspiración
cultural.

También tuve la suerte de tener algunas ideas sobre mundo, antes de sentir
el impulso, la necesidad de cantarlo. Recibí lecciones de mi propio país,
cuando en 1961 se realizó la campaña de alfabetizació n a la que nos sumamos
100,000 estudiantes secundarios. A los 14 años me separé de mi familia por
primera vez para subir montañas y sumergirme en ciénagas, para recorrer
distantes parajes enseñando a leer y a escribir, y a la vez para aprender la
estremecedora lección de los que habían sido olvidados. Pero más que sin
analfabetos, inaugurábamos un país de mujeres y hombres que, con el apetito
del saber abierto, seguían estudiando. Fue entonces que nuestras escuelas y
universidades empezaron a crecer y a multiplicarse. Por eso en 1967, cuando
empecé a mostrar mis canciones, nuestros niveles de escolaridad iban en
franco desarrollo. Haber sido soldado de aquella primera gesta que como lema
llevaba un pensamiento de José Martí: “Ser cultos para ser libres”, y cuya
bandera era el saber sin discriminació n, me hizo pensar que a partir de
entonces ya nada sería igual en Cuba, ni siquiera las canciones.

Una transformació n esencial estaba ocurriendo: la práctica humanista nos
mejoraba como gentes y aquella mejora hechizó cualesquiera que fueran los
propósitos de cada cual. Cuando yo me puse a hacer canciones la ética y la
estética ya eran compañeras. El arte, como parte de la vanguardia
espiritual, pensaba yo, debía esforzarse por estar a la altura de la nueva
realidad. Un poco antes Alejo Carpentier había inaugurado la Editora
Nacional de Cuba y la literatura empezó a circular a precios populares; el
Universo rechazaba la guerra contra Viet-Nam; Casa de las Américas hizo el
Primer Encuentro de la Canción Protesta; eran los años del boom literario,
del Novo Cinema y del Nuevo Cine Latinoamericanos. Varios compañeros de
generación vivíamos lo mismo, habíamos llegado a conclusiones parecidas y
poco a poco nos fuimos encontrando. Nuestras canciones, en un inicio
aisladas por la soledad, empezaron a manifestarse como una corriente juvenil
que primero fue identificada como “trova moderna” o como “trova joven”,
hasta que fue llamada “nueva trova”.

La nueva trova nunca fue un movimiento estéticamente homogéneo y mucho menos
pretendió fundar un estilo musical. Lo primero que nos cohesionó fue tener,
más o menos, la misma edad y el momento social que vivía Cuba, con el que
nos identificábamos. Vivir al lado de un país tan grande y con medios tan
poderosos nos mostraba que era necesario conocer y reproducir nuestras
melodías de antaño, para que las canciones por venir no olvidaran sus
orígenes. Pero lo novedoso es como un pie forzado para las nuevas
generaciones, que siempre llegan con la lógica aspiración de una voz propia.
Quizá por eso la ruptura llamaba tanto mi atención. Nos tocaba ser jóvenes
en un tiempo que también era joven y nuestra sociedad cambiante nos exigía
tanto, que respondíamos con una dolorosa honestidad. Creo que ese
desgarramiento fue la médula de nuestro aporte. En definitiva ¿a qué se le
puede dar crédito en este mundo sino a lo que desafía los abismos?

He leído muchas veces que el compromiso con las aspiraciones de cada tiempo
histórico suele ser sustancial para la expresión artística. Pero esta verdad
natural no se puede interpretar como una directriz, porque corremos el
riesgo de convertir la realidad en su propia caricatura. Lo programático se
muerde la cola, por eso, antes que nada, el arte tiene que ser honesto.
Cuando alguien le preguntó cómo pensaba que debía ser una canción, José
Antonio Méndez, autor boleros eternos como “La Gloria Eres Tú”, con la noble
sonrisa que lo caracterizaba respondió: Sincera. La canción debe ser siempre
sincera.

Cantar es un arte antiguo y extendido por nuestra diversa geografía.
Posiblemente no exista actividad de nuestros pueblos que no esté reflejada
en alguna canción. Queda mucho por saber de nuestros cantos y ese
conocimiento nos ayudará a saber más de nosotros mismos. El compromiso con
el amor y con la belleza, con lo real y con lo imaginado, y sin dudas con el
reclamo de justicia social que signa nuestra historia, son esencias de la
canción Latinoamericana. Esa suma de virtudes es la que la mantiene viva y
digna. Por eso quiero terminar dando gracias a todos los cantores que
esperan por la simple mención que los salve del anonimato y que han sido y
son paradigmas de nuestras certezas.

Gracias, hermanas y hermanos del Perú, país de cultura dorada, pueblo
generoso que atesora sabiduría, canciones y ejemplos dignos de amor y
respeto, como el del joven poeta inmolado, Javier Heraud. Gracias, hermano
Hildebrando Pérez Grande; gracias, Escuela de Literatura; gracias a este
insigne centro Mayor de estudios, universal al punto de premiar a un
trovador. Por supuesto que interpreto este gesto como un abrazo de pueblo a
pueblo. Lo acepto en nombre de maestros como Sindo Garay y Teresita
Fernández, de la trova cubana de todos los tiempos, de mi aguerrida
generación y muy especialmente en nombre de Noel Nicola, hermano que hace
poco se nos fue, pero que antes nos dejó ejemplares versiones cantadas de la
inmortal poesía de César Vallejo.

Muchas Gracias.
Silvio Rodríguez.

Lima, 25 de Febrero 2007