Pancho es Pancho Villa, héroe de la revolución méxicana de 1910-1911. Paco es Paco Ignacio Taibo II, quien después de haber escrito una excelente biografía del Che Guevara quiere ahora contar la vida de uno de los héroes de su país.
El diario
La Jornada anticipó el “capítulo cero”. La edición italiana serà en 2007 por la editorial Marco Tropea y por la traducción de Pino Cacucci.
Copio aquí en seguida un pasaje del “capítulo cero” en el cual con pocas palabras y librandóse magistralmente con aquel lenguaje que lo distingue, entre falsedad y verdad, entre realidad histórica y leyenda, Paco Ignacio Taibo II nos devolve la personalidad y el valor de Doroteo Arango Arámbula, por todos conocido como Pancho Villa.Yo creo que recordar ahora su valía y su personalidad puede contribuir a devolver a todo México la dignidad que ha sido pisada por los acontecimientos de esos últimos meses.
Y a nosotros, lectores lejanos, pero emocionalmente cercanos, puede de todas maneras ofrecer razón de participación a la lucha que non es solamente la de la APPO o de los maestros de Oaxaca o de los partidarios de AMLO pero es siempre y en cualquier caso compartida, la de cada pueblo y cada hombre cuando afirman y reclaman los derechos fundamentales de la vida.
“Esta es la historia de un hombre del que se dice que sus métodos de lucha fueron estudiados por Rommel (falso), Mao Tse Tung (falso) y el subcomandante Marcos (cierto); que reclutó a Tom Mix para la Revolución Mexicana (bastante improbable, pero no imposible), se fotografío al lado de Patton (no tiene mucha gracia, George era en aquella época un tenientillo sin mayor importancia), se ligó a María Conesa, la vedette más importante en la historia de México (falso; trató, pero no pudo) y mató a Ambrose Bierce (absolutamente falso). Que compuso La Adelita (falso), pero lo dice el Corrido de la muerte de Pancho Villa, que de pasada le atribuye también La cucharacha, cosa que tampoco hizo.
Un hombre que fue contemporáneo de Lenin, de Freud, de Kafka, de Houdini, de Modigliani, de Gandhi, pero que nunca oyó hablar de ellos, y si lo hizo, porque a veces le leían el periódico, no pareció concederles ninguna importancia porque eran ajenos al territorio que para Villa lo era todo: una pequeña franja del planeta que va desde las ciudades fronterizas texanas hasta la ciudad de México, que por cierto no le gustaba. Un hombre que se había casado, o mantenido estrechas relaciones cuasimaritales, 27 veces, y tuvo al menos 26 hijos (según mis incompletas averiguaciones), pero al que no parecían gustarle en exceso las bodas y los curas, sino más bien las fiestas, el baile y, sobre todo, los compadres.
Un personaje con fama de beodo que sin embargo apenas probó el alcohol en toda su vida, condenó a muerte a sus oficiales borrachos, destruyó garrafas de bebidas alcohólicas en varias ciudades que tomó (dejó las calles de Ciudad Juárez apestando a licor cuando ordenó la destrucción de la bebida en las cantinas), le gustaban las malteadas de fresa, las palanquetas de cacahuate, el queso asadero, los espárragos de lata y la carne cocinada a la lumbre hasta que quedara como suela de zapato.
Un hombre que cuenta al menos con tres "autobiografías", pero ninguna de ellas fue escrita por su mano.
Una persona que apenas sabía leer y escribir, pero cuando fue gobernador del estado de Chihuahua fundó en un mes 50 escuelas. Un hombre que en la era de la ametralladora y la guerra de trincheras, usó magistralmente la caballería y la combinó con los ataques nocturnos, los aviones, el ferrocarril. Aún queda memoria en México de los penachos de humo del centenar de trenes de la División del Norte avanzando hacia Zacatecas.
Un individuo que a pesar de definirse a sí mismo como un hombre simple, adoraba las máquinas de coser, las motocicletas, los tractores.
Un revolucionario con mentalidad de asaltabancos, que siendo general de una división de 30 mil hombres, se daba tiempo para esconder tesoros en dólares, oro y plata en cuevas y sótanos, en entierros clandestinos; tesoros con los que luego compraba municiones para su ejército, en un país que no producía balas.
Un personaje que a partir del robo organizado de vacas creó la más espectacular red de contrabando al servicio de una revolución.
Un ciudadano que en 1916 propuso la pena de muerte para los que cometieran fraudes electorales, inusitado fenómeno en la historia de México.
El único mexicano que estuvo a punto de comprar un submarino, que fue jinete de un caballo mágico llamado Siete Leguas (que en realidad era una yegua) y cumplió el anhelo de la futura generación del narrador, fugarse de la prisión militar de Tlatelolco.
Un hombre al que odiaban tanto, que para matarlo le dispararon 150 balazos al coche en que viajaba; al que tres años después de asesinarlo le robaron la cabeza, y que ha logrado engañar a sus perseguidores hasta después de muerto, porque aunque oficialmente se dice que reposa en el Monumento a la Revolución de la ciudad de México (esa hosca mole de piedra sin gracia que parece celebrar la defunción de la revolución aplastada por una losa de 50 años de traiciones), sigue enterrado en Parral.
Esta es la historia, pues, de un hombre que contó, y del que contaron muchas veces sus historias, de tantas y tan variadas maneras que a veces parece imposible desentrañarlas.
El historiador no puede menos que observar al personaje con fascinación.”